Cuando ella dice basta - Cuento

 Por: Santiago Cantillo 


Lindo viaje, genio. 

 La noche, la misma que por tanto tiempo había sido su más cómodo ecosistema, estuvo más pesada de lo normal. La medicación en su organismo por lo general lo dormía como un bebé recién nacido, por eso se le hizo medio raro que las cabañuelas del cielo en esa madrugada novembrina le pillaran dando vueltas incómodas en la cama. Fueron unas horas de esas de las que todos hemos vivido cuando algo nos atormenta. Cuando una enfermedad o una preocupación nos someten a ese estado de sopor donde tenemos sueños rarísimos, que se vienen y se van con un cambio de ritmo parecido al de su tren inferior cuando enfilaba hacia al arco desde la mitad de la cancha. Alcanzó a soñar con la milanesa que se comían en Villa Fiorito cuando Don Diego cobraba. Eso le dio un poco de hambre y, como pudo, se paró para picar algo en la cocina. Ahí sintió la primera oleada de frío. Le alcanzó a rozar el puño con el que venció a Peter Shilton por los aires mexicanos. Se avivó y se dio cuenta de que aquella corriente helada era muy extraña porque las ventanas estaban cerradas, pero pensó en que capaz era cosa de él, pues la locura y la paranoia no le habían faltado en sus agitados sesenta años. El estado de inconsciencia fue tal que ni siquiera supo en qué momento salió de la habitación, comió, regresó y volvió para intentar conciliar el sueño. Todo eso sin estar en sus cinco sentidos y con un andar que no es propio de alguien que supo desplazarse en el césped con la gracia de quién baila un tango de Gardel.


La cámara lo amó desde pequeño.

  Cuando regresó, se encontraba ya soñando con el profe Montes susurrándole al oído la divina petición de tirar un caño el día de su debut en Argentinos. No iba a ser la primera pelota que hiciera pasar por entre las piernas de alguien, pues su existencia por momentos se basó únicamente en tirarle firuletes a todo lo que él considerara como el mal de la tierra. Lo que no deja de ser llamativo es que el periplo del héroe muchas veces termina en lugares tan insípidos como un colchón en plena oscuridad bonaerense. No importa si durante todo su tránsito venció a cada villano que con el tiempo parecía más fuerte que el anterior. Porque algo que tienen los próceres es que no solamente se dan el lujo de lograr victorias, sino que lo hacen contra todo pronóstico. Contra la pobreza impuesta por un sistema diseñado para unos pocos, contra las cámaras que te acosan hasta hacerte la persona más fotografiada del mundo, contra los seres humanos perversos que se posicionan con una comodidad pasmosa en la única cumbre sobre la que su vida anodina les dejaría pararse: la de la moral. Es encarar todos esos enfrentamientos con la entereza de un superhombre, además. Con tal insolencia hermosa que uno se imaginaría que pasaría el resto de sus días de esa manera, al pie del cañón, como le enseñó su amigo Fidel. Se encontraba soñando con él y con una de sus interminables charlas cuando la brisa gélida volvió para acariciarle la pierna. Esta vez fue con un palpo mucho más firme que el primero, tanto que le generó un respingo en sus músculos adoloridos y tensionados. Como si en ese casón de capital federal, en ese cuarto gigante, justo alrededor del lecho donde dormía ese señor gordo e notoriamente indispuesto, hubiese alguien más.

 

 
Dicho por él mismo: la foto de su vida. 


No podía ser un ladrón, porque amén del enorme filtro de seguridad que habría que pasar para llegar hasta ese lugar a punto de pasar a la historia, al sujeto en cuestión ya le habían robado lo máximo que los distintos entornos tóxicos y oportunistas que tuvo en la última década se pueden permitir. Tampoco podía ser esa misma gente, pues su irresponsabilidad y dejadez para con esa figura al que cualquier futbolero en este preciso instante y con el dolor sobre sus hombros se moriría por cuidar, tampoco le permiten quitarse la venda de la avaricia que la seductora posibilidad de ser los amigos del campeón ató en sus cabezas y les tapó sus ojos. ¿Quién podía ser entonces, esa presencia misteriosa? ¿Quién querría visitar al Diez con semejante suspenso y sin que se le ocurriera abrazarlo en el acto para hacerle entender que de ninguna manera puede abandonar este mundo de mierda en el que tipos como él regalan un poco de felicidad primitiva y desinteresada? 

 Pues ella. La misma que termina haciendo la visita tarde o temprano. La misma que, aunque después de tantos siglos supuestamente desarrollándonos como especie, no hemos podido descifrar cuál es su criterio para escoger quién se va y en qué momento. La misma que nos llega a todos en algún instante, aunque con él nos hayamos hecho la estúpida idea de que haría una excepción. No sé aún si por ingenuos, si por el hecho de ser él, o si porque tenemos la costumbre de creer que aquellos que siembran semillas en nuestra existencia semiárida se ganaron el derecho de estar perpetuamente en ella. Lo que sí sé es que estamos hablando de un solidario que plantó sentimientos insustituibles en los corazones de millones. Mientras, sin saberlo, iba siempre acompañado de la misma presencia fantasmagórica que ahora se paseaba alrededor de su lóbrega habitación.

 


En La Pampa. Léjos de todo. Luchando contra el 
síndrome de abstinencia y entrenando para llegar
a su último Mundial. Una de sus tantas resucitaciones. 


 Coqueteó con ella desde la niñez. Porque ya de por sí su villa era uno de esos lugares donde el destino está completamente sellado y la miseria se hace irremediable. Después, a la edad de diez años y corriendo detrás de una pelota, cayó en un pozo ciego del que fue rescatado por su tío Cirilo. Metaforizando así lo que haría frecuentemente en los próximos cincuenta: salir de la mierda para seguir aferrado al fútbol. Un acto de amor tremendo que seguiría repitiendo para reforzar esa idea de que morirse no era una cosa del Pelusa. Pero repito, ella lo acompañó siempre. En Lanús, Barcelona y Dubai. De Buenos Aires a Sevilla. De Rosario a La Habana. De Dallas a Cartagena. De La Pampa a Pretoria. En La Plata, Abu Dhabi y Sinaloa. De La Boca a Ezeiza. De México a Nápoles. Siempre estuvo ahí para hacernos creer que en cualquier momento se lo llevaba. Pero se me hace que se arrepentía porque no estábamos preparados, y quizá no lo estemos nunca. Él, de una y mil formas, simplemente se las arregló para que creyéramos en su inmortalidad. Quizá por eso cuando abrió bien esos ojos que iluminaron la penumbra, su rostro se tornó indignado. Al ver de quién se trataba, solo pudo decir diez palabras que sorprendieron a La Muerte, que ya estaba materializada físicamente a un costado de la pieza: 

 -No puedo creer lo mucho que te tardaste en aparecer.

 Ella sonrió. No podía creer que en ese momento cúlmine este tipo tuviera el tupé de hacerle semejante reclamo. Le tomó suavemente la cabeza y se la enderezó bien en la almohada. Le secó el sudor de la frente y le acomodó el cabello con sus manos frías. Posteriormente tomó una silla y se sentó con la postura de quien va a tener una conversación seria. 

 -Y yo no puedo creer que Diego Armando Maradona, acostumbrado a recitar frases inolvidables y filosóficas en esta clase de ocasiones, me salga con eso la primera vez que lo visito para irnos de verdad.- dijo La Muerte mirándolo con algo de compasión y sorpresa.

 -¿Y qué querés que te diga, boluda, si yo estoy muy molesto con vos- respondió Diego haciendo su clásico gesto de señalar con el índice. 

 -¿Es en serio? Dale, dejate de joder. Si antes siento que para las cosas que viviste, te dejé que jugaras el alargue. Porque sé que sos así. Pero ya basta-.  

 A Diego se le humedecieron las pupilas. Ya se le veía ese rostro que pone siempre que está a punto de evocar a los dos seres que más quiso. 

 -Vos tenías que llevarme con mis viejos. Y venís ahora...- sentenció Maradona antes de lanzar un sollozo cortito. 

 -No digas eso Diego, mirá que no sabés la que se va a armar cuando se enteren de tu muerte. La gente te quiere mucho. Acá en la Argentina y en todos lados. No tenés idea de en la que me estoy metiendo tomando esta decisión. Tu papá y Doña Tota te están esperando. Al igual que muchos amigos que tienen ganas de verte.-  contestó ella. 


 

Con su madre. Jugó para ella, principalmente. 

 Maradona no dijo nada. Toda su vida fue un concierto de muestras de fuego interno, pundonor y liderazgo. Siempre le puso el pecho a las balas. Siempre representó a la barriada y al pueblo con sus oraciones magnánimas y su gambeta primorosa. Significa un fenómeno nunca visto que trasciende todo tipo de fronteras y generaciones. El artista más artista que ha existido en la faz de la tierra precisamente por una condición que es humana en demasía, y que moldea una personalidad que es ontológicamente invencible. Tan inabarcable que fue un monstruo que se devoró el mundo y luego a sí mismo. Un ser que es literariamente perfecto, y que seguramente la misma muerte atesora en su mesa de noche manuscritos de cosas que vivió a su lado. Lo ve así tan frágil, y no puede creer que el único sujeto que se hizo leyenda y mito sin pasar aún a la eternidad tenga el desconsuelo de un nene al que le rompen su juguete favorito. Pero ahí, a ella siempre tan lúcida, se le ocurre invertir ese pensamiento y le dijo algo que capaz Diego, o Maradona, o los dos, necesitaban escuchar: 

 -Vos llorás como si te estuviera quitando algo a vos. En todo caso, le estoy quitando algo a todos los que te adoran. Quizá no lo pensás así, pero me llevo una parte del que vio tus goles a los ingleses. Una parte de la ama de casa que vio llorar al marido con alguna hazaña tuya. Una del que no llegaba a fin de mes y encontraba en tus jugadas un escape de todo. Una del abuelo que te vio convertirte en el más grande de todos los tiempos, una del padre que coreó tu nombre cuando te despediste en La Bombonera y otra del nieto que ha visto y ha escuchado tantas historias tuyas que también te siente como propio. Dale, Pelu. Vayamos a descansar, que yo te prometo que nunca serás olvidado.-

 

Él. La Copa. Ser Maradona.

Y entonces, como un último milagro maradoneano de su parte, Diego se levantó de la cama. Se le veía con una notable lucidez, podía moverse casi con la misma plasticidad de cuando era jugador. Antes de que ella se diera cuenta, ya él tenía puesta la número diez de toda la vida. La cinta de capitán sobre el tatuaje del Che, pumas negros con los cordones desamarrados y la cara como si fuera a jugar la final del mundo. Miró a La Muerte con sus ojos penetrantes y la agarró de la mano aceptando su invitación, pero se acordó de algo que tenía debajo de la cama y no podía olvidarse de llevar. Se agachó, sacó como por arte de magia la pelota más hermosamente redonda que había visto y le dio un beso inolvidable. Con su novia eterna debajo del brazo, el amor incondicional de millones de futboleros y una sonrisa preciosa con la que queremos recordarlo de aquí en más, Dios por fin subió al cielo. Después de todo, ha sido el único humano que pertenece a ese lugar. 


El único rayo de sol que entra al estadio y le cae justo a él. Nada más Maradona. Inmortal.  



 

  

 


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